Placeres disfrazados- Trama global

En este tipo de fiestas, las mascaradas, suele venir gente de toda clase social, aprovechando que las mascaras ocultan su rango. Pero yo me he movido mucho por la baja sociedad y la alta como para saber, por como hablan, a que rango pertenecen. El caballero que tengo delante, por ejemplo, puedo asegurar sin temor a equivocarme que como mínimo pertenecerá a la clase media, solo hay que ver sus modales. Por mi parte prefería no ocultar mi rostro por completo, por eso llevaba esta redecilla en lugar de una máscara. Quería que todo el mundo viera que Madame Von Tresse no estaba muerta de la pena, al menos no mas, estaba bien viva y pensaba disfrutar de la vida al máximo, empezando por este joven con el que me había encaprichado.

- Y pensáis correctamente.- le devolví la sonrisa mientras tomaba su brazo. Cortesía, una característica del refinamiento de la clase alta. Debería conocer la identidad de mi acompañante, pero por ahora disfrutaría del placer del anonimato.- Ahora, debéis concentraros en vuestro interior, pensar en que es lo que mas os gustaría hacer en una fiesta donde los límites no existen. Decírmelo, y con gusto os guiaré

Hacía ya mucho tiempo que no sentía ese olor; el humo del opio se le pegaba a la garganta, una resina embriagadora que se deslizaba pesadamente por sus sentidos. Desde que el Dr. Traves la había sacado del fumadero no había vuelto a tener esa sensación. No era aversión, siquiera un mal recuerdo; una extraña melancolía le pedía que inhalara más fuerte, más hondo. Mentiría si dijera que no lo había probado, aunque siempre había procurado no acercarse a eso más de lo necesario.  No había moralidad ni conciencia en esa precaución, sencillamente que era tan fácil caer en el espiral… Y había visto desaparecer a  muchos hombres y mujeres en aquel remolino. Dios no había conseguido atraparla y no pensaba facilitarle el trabajo. Pero le apetecía. En ese preciso instante lo necesitaba.

En el momento que sus pulmones se hinchaban buscando envenenarse de algún resto de amapola aquellos dedos se posaron en sus labios. Casi al instante tuvo la reacción de apartarlos pero el gesto quedó suspendido en el aire. No era una mano lo que tenía sobre su cara, sino una avispa, una avispa  inmensa a la que no había que molestar; un movimiento brusco y  terminaría por picarle. Y su picadura es de las más dolorosas.
Resiguió con la mirada aquellos dedos, luego la mano, el ante brazo, el brazo, el cuello, la barbilla, aquella boca que pronunciaba unas palabras que ya no escuchó pero que se colaron en su oído, suaves, mullidas, una telaraña a la que había decidido tirarse. Y antes de caer en aquellos ojos que bien notaba como la devoraban, se preguntó porque  se estaba exponiendo de esa manera.

Conocía esa mirada, por supuesto que la conocía. Quizás sabía que era la única dirección que podía tomar. Lo había visto. Aunque, mejor dicho, era la única dirección que quería tomar.  Había lago en ese hombre que casi rozaba la repulsión pero al mismo tiempo quería seguirle en ese juego perverso silenciosamente propuesto.  Si, si,si,si. En su interior algo se removía con cada roce de sus dedos. La sangre, peligrosamente acumulada en su cabeza, bombeaba desesperadamente confusa por el cambio de gravedad y aquellos prohibitivos pensamientos ocultos en cada latido.  Por una vez se sentía poderosa,  aunque por mucho que fingiera ambos sabían que en el mismo instante en que ella se había descolgado,  la cuerda que la sujetaba estaba en manos de él.  Pero ella poseía un equilibrio de miedo.  

 El mundo se movía bocabajo; la risa de aquel hombre le llegó desde el techo.  En la boca de Ella se dibujaron una hilera de dientes altivos  que, con voluntad propia, mordisquearon a escondidas una yema despistada
- ¿Enmascarado? ¿No es esa “mascara” su auténtica cara?
Al ver que se acercaba, entrecerró los ojos como el que apunta con un rifle, preparada para disparar.  Dejó que el aliento de su interlocutor se paseara por su cuello, tensando su piel.  Al igual que un campo de maíz al viento, todo el bello de su cuerpo se meció al son de aquellas palabras.

Por toda respuesta ofreció una sonrisa descarada. Sin más ceremonias, deslizó las piernas fuera de la cuerda y se posó en el suelo en una voltereta a fuerza de brazos. Al llegar abajo, con  el riego sanguíneo  esforzándose  por volver a su cauce habitual,  se mareó. Se llevó una mano a la sien, con unos cuantos mechones despeinados sobre la frente.
Con el suelo  aun bailándole un vals, le hizo un gesto al hombre polilla para que esperara un momento. Con un simple movimiento de la mano hubiese bastado,  pero  finalizó el aviso en su pecho, presionando levemente la extravagante vestimenta.  

Con paso decidido, se acercó a un círculo de gente tumbada en almohadones en el suelo, casi unos encima de otras. En el centro había un pequeño recipiente de cerámica con exquisitos diseños chinos estampados en azul sobre blanco. La mayoría sorbían de unas largas y gruesas pipas de caña y madera.  Alargó el brazo y agarró una, sin miramientos ni modales. Nadie dijo nada. Solo se limitaron a observarla desde el suelo, envueltos en  una paz que solo transmitía pavor al que miraba. Con manos expertas, se la acercó a la boca y dejó que la adormidera campara a sus anchas por su interior. Apenas tardó en sentir sus efectos.  Una niebla espesa que suavizaba las puntas ariscas del universo. Todo estaba bien. Al principio sintió miedo  pero en pocos segundos, incluso eso estaba bien. Los nervios, apaciguados, los problemas, suprimidos, los pensamientos, direccionados. Si tenías hambre, se te olvidaba. Si tenías frio, se te olvidaba.  Si tenías sueño,  se te olvidaba.  Repentinamente todo aquel lugar y sus gentes quedaron dotadas de un equilibrio perfecto. Todo tomaba sentido.  

Solo habían sido un par de caladas así que los efectos serian relativamente breves y superficiales.  Pero secretamente deseaba que no cesaran nunca.  
Durante el breve trayecto de vuelta, no apartó ni un segundo la mirada de aquel hombre. Al acercarse, pasó su brazo por el de él y se agarró imitado descaradamente a aquellas señoritas de alta cuna a las que tanta envidia les tenía.

Fue solo al llegar al jardín que se percató que no se había siquiera cambiado de ropa.