Fading Rain [Evelyn Wolfe]

Llovía, para no perder la costumbre. La siempre presente niebla difuminaba los edificios, tornaba irreconocibles a las figuras que paseaban arriba y abajo de la avenida, con el rostro oculto en las solapas de sus abrigos, y hacía casi imposible moverse sin tener la sensación de estar calado hasta el tuétano.

Pero el trabajo estaba hecho. Como siempre. Raiden Scott se permitió una media sonrisa de satisfacción; su mano derecha, hundida en el bolsillo de su gabardina, aferraba con fuerza la bolsita de terciopelo donde había guardado el collar de su última víctima, una simple placa de estaño con unas señas. La curva de sus labios adoptó un deje irónico. Ni que fuese un perro que ha huido de las faldas de su dueña.

Su mano libre tanteó el otro bolsillo, en busca de la tabaquera y la caja de fósforos. Sin embargo, el recuerdo de su próxima entrevista con la señora Wolfe hizo que el gesto, casi automático, quedase en un amago. Ella odiaba el olor del tabaco y, pese a que todavía le quedaba algo de tiempo, no quería que una repentina ráfaga de viento delatase uno de sus pocos vicios. Además, tenía por costumbre estrecharle la mano; tampoco quería que el olor quedase adherido a los guantes de Evelyn. Lo mataría si eso pasaba.

Raiden esquivó un par de carros para cruzar la calle y resguardarse bajo el porche del hotel donde habían acordado verse. Era elegante, construido por y para la clase alta; sobrio en estructura, aquí y allá podían verse ciertos detalles que evidenciaban que los nuevos estilos que habían comenzado con la Revolución Industrial estaban asentados e integrados en la arquitectura británica. El hombre apenas sí prestó atención al conjunto de banderas que flotaban sobre la puerta principal, ni al botones que apareció a su derecha cuando franqueó el acceso.

Desestimó su ayuda con un simple gesto; sí, ya sabía que tenía los zapatos mojados. Era lógico, ya que estaba lloviendo y había ido hasta allá caminando. Sí, también sabía que su sombrero tenía dos años, que la pequeña pluma decorativa no era de esa temporada y que el color de su traje era más adecuado para un almuerzo a media mañana que para tomar un cócktel al final de la tarde. Sabía todo eso, pero lo cierto es que a Raiden Scott la etiqueta victoriana le daba exactamente igual.

El joven se deshizo de su gabardina, le dio la vuelta cuidadosamente y, cuando llegó a la cafetería del hotel, situada en el primer piso, la colocó en el respaldo de su taburete. Por suerte, ese tejido resbalaba el agua a las mil maravillas y apenas sí se había mojado. Dejó el sombrero sobre la mesa, como si así fuese a llamar antes la atención de uno de los camareros; muy a su pesar, volvió a resistir la tentación de sacar un cigarro y llevárselo a los labios. ¿Cómo iba a disfrutar de su copa a secas?

-Un whisky. Doble -anunció, cuando el camarero, más interesado en las damas enjoyadas que tomaban un té tardío dos mesas más allá, se plantó ante él.

La luz eléctrica que iluminaba el local arrancaba tonos dorados al whisky. Eso, después de una noche de trabajo, lo hacía incluso más apetecible. Sin embargo, Raiden Scott apenas sí pudo saborearlo, porque un hombre, que se presentó como Albert, se detuvo ante su mesa para informarle de que la señora Wolfe lo recibiría arriba, en sus habitaciones.

La discreción era uno de los rasgos que Raiden más apreciaba en su jefa, aunque que una dama viuda hiciese subir a un hombre soltero a una habitación de hotel no sabía hasta qué punto podría considerarse discreto. Esbozó una media sonrisa al advertir la incomodidad del hombre que le habían enviado y, más por no tener nada que le fuese reprochado después que otra cosa, decidió mantener una distancia prudencial al seguir sus pasos. Casi podía oler su miedo...

...Y aunque sus sentidos no hubiesen estado tan desarrollados dada su naturaleza, sintió su alivio cuando Evelyn lo despidió. Se adelantó dos pasos, intentando no corresponder demasiado rápido a su amplia sonrisa, esa que ya daba por hecho que había tenido éxito en su misión, y le devolvió el apretón de manos con firmeza.

-Whisky -confirmó, acomodándose en una de las butacas. De nuevo, palpó disimuladamente su bolsillo en busca de la pitillera; disimuló el gesto extrayendo de él la pequeña bolsa de terciopelo que contenía su única prueba.

Raiden Scott observó detenidamente el porte de la mujer mientras servía las copas. Alta y segura, parecía una torre fuerte, de esas que no tiemblan ni se amilanan ante las tempestades. De las que se mantienen en pie, orgullosas, pasase lo que pasase. Y vaya si lo hacía. El joven esperó a que ella se hubiese acomodado antes de alzar la vista y comenzar a hablar.

-Es época de caza -comenzó, agitando levemente su vaso, para que aquel brebaje ambarino respirase-. Y a veces... hay accidentes -se encogió de hombros y, por unos segundos, se deleitó con el sabor del whisky-. Alguien que se aleja del grupo, algún incauto que decide que es una buena idea pasear por un coto de caza, alguien que se ha encontrado con un animal salvaje... -se encogió de hombros, y el mohín que hizo indicó que la posible causa le daba más bien igual.

Raiden desentrelazó los cordones del saquito y lo volcó, de modo que su contenido cayese sobre la mesa. La placa de estaño brilló al quedar plana sobre el tablero, y los reflejos plateados de sus bordes se unieron a los dorados del whisky.

-Lawrence Brown solía salir a pasear por el bosque; vivía en las afueras, en un barro obrero muy alejado de la zona acomodada -explicó, casi mecánicamente. Lo cierto es que la vida de sus víctimas no le interesaba lo más mínimo, pero había dedicado un tiempo precioso a estudiar los hábitos de cada una de ellas para que su trabajo resultase menos... intrusivo-. Ya había sido advertido de que algún día sufriría algún accidente porque algún cazador le dispararía sin darse cuenta. El alguacil, un hombre encantador, solía decírselo. Pero el viejo Lawrence no solía escuchar; ¿qué iba a saber esa panda de paletos pueblerinos? ¿Se creían mejor que él, que trabajaba en la ciudad de verdad?

Conforme avanzaba, esa media sonrisa que había mostrado antes se diluía en su rostro, endureciendo sus facciones.

-Hasta que, por supuesto, pasó lo que todo el mundo esperaba que pasase, en algún momento. El viejo Brown recibió un tiro de rifle en el pecho, y tres más repartidos entre el hombro, el estómago y una pierna -uno para evitar que huyese en busca de ayuda, otro para evitar que pudiese gritar y alertar a alguien, y otro que le aseguraría una muerte en apenas veinte minutos. El último habría sido, de haber pensado en mantenerlo con vida, una especie de advertencia; en aquel caso, había sido un modo de magnificar su agonía-. Fue una pena que los únicos que oyesen sus ruidos de socorro fuesen las bestias que habitan el bosque. Fueron rápidas, no obstante.

Suspiró, y empujó el colgante hacia la mujer. No sabía qué querría hacer con él, o si realmente necesitaba alguna prueba de su trabajo; pero Raiden era extremadamente metódico y solía tomar aquel tipo de cosas de sus víctimas; en primer lugar, dificultaba una posible investigación y, en segundo, su cliente quedaba convencido de que su blanco estaba, probablemente, criando malvas.